Esta allí sentada. Sola. No lleva un libro en las manos. No
hay ninguna maleta a su lado. No está
escuchando música con feos auriculares de plástico negro en sus oídos. No habla
con nadie. Solo mira, desesperada.
Está allí sentada, sola, con las piernas firmemente
apretadas y las manos cerradas sobre el regazo. La espalda recta, el pelo
suelto. La mirada triste, vacía mientras espera. Cuando llega el tren se
levanta rápidamente, nerviosa y mira con ansiedad las caras que suben y bajan.
¿Qué es lo que busca?
Siempre trae con ella una foto que se marchita, se desgaja
poco a poco. En ocasiones la mira y los ojos se le llenan de lágrimas que nunca
se derraman. Entonces sonríe un poco y se la ve hermosa, joven. Brillante como
una estrella moribunda.
Un día llegó un tren diferente. Ella se levantó, como cada
vez, pero esta vez se adelantó, esperanzada. Sabía, como solo se saben algunas
cosas en el corazón y no en la cabeza, que era el tren indicado.
La gente descendió presurosa sin mirarla, ignorándola como ya
era habitual. Más allá bajó su persona especial. De nuevo aquella vieja sonrisa
tan amarga y dulce. La vi correr, por primera vez en todo aquel tiempo, como si
se le fuera la vida en ello.
Tocó su hombro con suavidad, no le hizo falta ni una sola
palabra. El ancianito se volvió, lento, quejumbroso, sorprendido al verla. Ella
le tendió la foto. El hombre no pudo evitar soltar aquellas lágrimas que a ella
le faltaban al ver su contenido.
Se alejaron de allí, abrazados. Ella con una maleta en la
mano y él de nuevo joven, ligero de espíritu y renovado.