viernes, 28 de diciembre de 2012

La foto


Esta allí sentada. Sola. No lleva un libro en las manos. No hay ninguna maleta a su lado.  No está escuchando música con feos auriculares de plástico negro en sus oídos. No habla con nadie. Solo mira, desesperada.
Está allí sentada, sola, con las piernas firmemente apretadas y las manos cerradas sobre el regazo. La espalda recta, el pelo suelto. La mirada triste, vacía mientras espera. Cuando llega el tren se levanta rápidamente, nerviosa y mira con ansiedad las caras que suben y bajan. ¿Qué es lo que busca?
Siempre trae con ella una foto que se marchita, se desgaja poco a poco. En ocasiones la mira y los ojos se le llenan de lágrimas que nunca se derraman. Entonces sonríe un poco y se la ve hermosa, joven. Brillante como una estrella moribunda.
Un día llegó un tren diferente. Ella se levantó, como cada vez, pero esta vez se adelantó, esperanzada. Sabía, como solo se saben algunas cosas en el corazón y no en la cabeza, que era el tren indicado.
La gente descendió presurosa sin mirarla, ignorándola como ya era habitual. Más allá bajó su persona especial. De nuevo aquella vieja sonrisa tan amarga y dulce. La vi correr, por primera vez en todo aquel tiempo, como si se le fuera la vida en ello.
Tocó su hombro con suavidad, no le hizo falta ni una sola palabra. El ancianito se volvió, lento, quejumbroso, sorprendido al verla. Ella le tendió la foto. El hombre no pudo evitar soltar aquellas lágrimas que a ella le faltaban al ver su contenido.
Se alejaron de allí, abrazados. Ella con una maleta en la mano y él de nuevo joven, ligero de espíritu y renovado. 

miércoles, 26 de diciembre de 2012

Un último baile

La trompeta de ritmos latinos marcaba un rápido compás en mi pecho. Esperaba, con aquella pajita entre los labios, los dedos fríos, la cabeza caliente, a que se produjera el milagro. Una pareja mayor, sonriente, pasó por delante de mí en dirección a la pista. Qué felices parecían. Incontrolablemente, mis labios se alzaron por la comisura derecha, así que bebí un poco más para deshacer el encantamiento.

Jugué con la pajita entre los labios, mordiéndola con los dientes, sorbiendo lentamente. Un joven demasiado avispado se me quedó mirando, el cigarro entre los labios, el pelo engominado y la pose chulesca típica de aquellos garitos.

-Buenas noches, princesa-me susurraste al oído, en lo bajo de la espalda y en el centro de mi cuerpo. Otra vez la puta comisura. La lengua se me fue sola y sorbí más fuerte, como si eso fuera capaz de devolverme a la realidad. Tu brazo envolvió mi torso, rozaste mis pechos con tu mano y gemí casi imperceptiblemente. Volví la cabeza para poder verte y tu boca atrapó la mía. Fue el beso más suave que había recibido por tu parte desde que nos habíamos conocido. Fue como si me abandonaran las fuerzas, como si dejara de ser completamente yo y pasara a ser en parte tú, pero sin tenerte. Sabiendo que no era posible.

Me clavaste aquella intensa mirada, cazándome entre tus redes un segundo antes de desvanecerte. Te materializaste de nuevo frente a mí y me tendiste la mano. Esta vez sí. Esta vez estaba preparada.
Dejé mi vaso de agua con hielo sobre la mesita y agarré tus dedos, más fríos incluso que los míos, mientras descendía del taburete. Serpenteamos hasta llegar al centro de la pista y nos quedamos parados, mirándonos. La gente nos vio y se apartó. La música cambió a un tango. Nos colocamos suavemente en posición. La piel se me erizó allí donde me tocabas.

Todo me parecía un sueño. Me movía lentamente, como si nadara en almíbar. Los movimientos eran tan fluidos que parecía que lo hubiéramos ensayado. La coordinación era total, era mi pareja. Él lo supo también en cuanto dimos el primer paso. Sus ojos se habían abierto un poco más de lo normal durante un instante y su comisura también se había alzado. La derecha.

Después perdí la noción del tiempo, del espacio. Solo sentía sus manos sobre mí. El vaivén de nuestros cuerpos.

Terminó tan rápido que casi no lo pude creer. Me separé con un suspiro a dos milímetros de su boca, con un esfuerzo sobrehumano y las lágrimas ardiéndome tras los párpados. Me giré mientras comenzaba la nueva canción, volvía a estremecerme con aquella tos y dejé que la multitud me engullera. Recogí mi chaqueta con tanta brusquedad que tiré el vaso y estalló en mil añicos. Salí a la calle sin parar de toser, intentando coger aire. El ritmo en mi pecho era demasiado brusco, demasiado desacompasado.

Caí de rodillas antes de que pudiera dar dos pasos en el frío noviembre.

-¿Princesa?