El efecto del sedante pareció remitir un poco. Estaba tirada
en la cama, incapaz de moverme, incapaz de abrir los ojos. Casi no tenía
fuerzas para respirar. Estaba tumbada de lado y un brazo me oprimía el pecho lo
suficiente como para dificultar su movimiento. Me sentía débil y sabía que, si
intentaba moverme, me marearía hasta límites insospechados.
El pasillo estaba completamente en silencio por una vez. En
los otros era habitual que algún enfermo se levantara, diera golpes o hablara
en sueños. Pero en este no. Aquí todos se mantenían bajo los efectos de la
droga la mayor parte del tiempo. Volver otra vez allí era… Era…
De repente, dejé de oír hasta mi propia respiración. La
contuve, porque un susurro en el pasillo llegó a mis oídos a través de la calma
de la noche. Pude reconocerlo. Eran iguales que aquella vez.
Pasos. Tranquilos, completamente medidos. Acechantes. Como
los de los depredadores cuando cazaban. Y se acercaban cada vez más. Mi corazón
se aceleró y me ahogué un poco más, esta vez de angustia. Abrí los ojos y
escudriñé frenéticamente la vacía habitación, la puerta cerrada. El miedo había
dejado un grito atascado en mi garganta y me impedía hablar.
Lo vi aparecer recortado en el umbral. No era más que una
sombra, pero su presencia me recordó todo lo terrorífico de mi existencia, mis
temores en su estado más puro.
-No, por favor… Por favor…
La figura se acercó hasta la cama. Me encogí sobre mí misma,
queriendo alejarme de su alcance, pero mi espalda ya estaba pegada a la pared.
Se sentó sobre la cama y el colchón se hundió bajo su peso. Alargó una mano y
gemí, haciéndome un poco más pequeña. Sus dedos me acariciaron el pelo y
comencé a rezar.
-Shhh… Tranquila, no voy a hacerte daño-todo mi ser deseaba
creerlo. Deseaba olvidarse de aquel miedo. Sentía que si me tensaba un poco más
acabaría estallando en pedazos. Su mano era suave en mi pelo y mi mente estaba
bloqueada. Llegada a un punto de no retorno, sus palabras apagaron el
interruptor y me dejé llevar por aquella caricia. A lo mejor me había
equivocado. A lo mejor era un celador preocupado por mí. A lo mejor Michael
había venido a salvarme…
-Eres tan hermosa…-me tensé de nuevo. Esa voz no era la de
Michael. Ese hombre nunca había ido en son de paz. Su mano ya no me
tranquilizaba. Quería que dejara de tocarme. ¡Deja de tocarme!-No debería
existir algo tan hermoso como tú… Incitas al pecado… El pecado no debería
existir, y tú.. ¡No eres más que una prueba que el Todopoderoso ha colocado
ante mí! Y la carne es débil, palomita, muy débil. Somos humanos, pobres
humanos, que necesitan cubrir sus necesidades… Yo soy humano, pero tú… Tú no lo
eres. Solo eres un objeto. Un bello objeto deseando ser usado…
Su voz era tan tranquila, tan serena… Estaba tan convencido
de que lo estaba haciendo bien que me aterraba aún más. El doctor Seagle era un
hombre tranquilo, flemático, pero aquel tono… Yo era la encerrada en aquel
horroroso lugar. Yo era la enferma, pero él había sido contagiado tras años
trabajando en aquel edificio.
Y aunque sabía todo aquello, no pude evitar que el flujo de
sus palabras hicieran mella en mi mente. Lo creí sin poder evitarlo. Tenía que
tener razón. Yo no era nada… No podía ser nada. No podía ser importante. Si
había Alguien allí arriba, yo no era más que una mota de polvo a sus pies,
porque si no… No había nada que justificara aquel dolor, aquel miedo, aquella
angustia y soledad si realmente Alguien velaba por mí.
Cuando me di cuenta su mano se había deslizado desde mi pelo
a mi pie. Ascendía por mi pierna como una culebra y recordé, súbitamente, una
de mis primeras noches allí. Cuando tuve aquel sueño tan extraño… Aquel sueño
mezclado con realidad. Aquel sueño de un hombre en mi habitación mientras yo no
podía moverme. Y entonces me di cuenta de lo que había pasado. Eso no había
sido un sueño. Y el doctor Seagle pretendía hacer lo mismo.
Su mano llegó a mi muslo cuando encontré la fuerza
suficiente como para moverme.
-¡No!-exclamé, con voz estrangulada. Me revolví y le di una
patada. Supuse que le había dado en el estómago porque se dobló por la mitad y
tosió. Yo me arrastré por la cama hasta la almohada y los barrotes del
cabecero. Iba recobrando mis fuerzas poco a poco y mi voz iba alzándose
también. Grité pidiendo ayuda.
-Maldita retrasada…-escupió él, cogiéndome los tobillos.
Tiró de mí y me tumbó de nuevo. Yo chillaba y me revolvía, intentando
golpearlo. Se tiró sobre mí, impidiéndome que me moviera. Me abrió las piernas
con las rodillas. Tenía todo su peso sobre mí y no podía mover los brazos.
Metió una mano entre mis piernas y yo chillé de dolor. Empecé a llorar y a
gritar más fuerte.
-¡MICHAEL!-mi voz fue un alarido agudo. La angustia me
estallaba en el pecho y estaba ahogándome en mis propias lágrimas. Su otra mano
me cogió la cara, apretándomela con fuerza. Intentó que dejara la cabeza quieta
mientras se bajaba la cremallera del pantalón. Yo chillaba cada vez más fuerte.
¡¿Es que no había nadie que pudiera ayudarme?! ¡¿Dónde estaba Michael?! ¡¿Dónde
estaba el señor Huntington?! ¡¿Y el resto de celadores?! ¡¿Y LOS ENFERMOS?!
-Grita cuanto quieras, pequeña furcia. Nadie va a oírte. Y
Michael no está aquí para salvarte esta vez. ¡Eres mía!
Noté su miembro entre mis piernas y di un alarido de dolor y
miedo.
-¡Socorro! ¡Ayudadme!
Intentó besarme y mordí su boca. Intentó apartarse de mí, me
golpeó con fuerza, pero solo consiguió que apretara más los dientes, como un
perro de presa. Pero me dio un puñetazo en la cabeza y caí al suelo desde la
cama, golpeándome con fuerza. Perdí la consciencia un momento y todo se puso
borroso. Los oídos me pitaban y me dolía la cabeza terriblemente. Algo pegajoso
corría por mi mejilla.
Un par de manos tiraron de mí agarrándome por el cuello del
camisón para volver a lanzarme contra el suelo un instante después. Gemí por el
golpe y volví a hacerlo cuando me dio una patada en el estómago. Escupí un
diente mezclando con sangre, a medias suya y a medias mía.
-¡Voy a matarte!-aulló. Sus manos se cerraron alrededor de
mi cuello y el flujo de aire se cortó casi instantáneamente. Boqueé y arañé sus
manos, intentando que me soltara. Pero era imposible.
Había visto a gente en ese estado antes. Algunos enfermos
llegaban a esos extremos a veces. Entonces lo reducían, porque no había forma
de razonar con ellos, y los sedaban para llevárselos a la sala de los
electrodos. Cuando volvía a verlos ya se habían calmado y volvían a ser
inofensivos, pero yo no volvía a fiarme nunca de ellos. Eran como bombas de
relojería. Nunca se sabía cuando iban a estallar.
Volvía a perder el hilo de mis pensamientos y mis ojos se
nublaban cuando la luz del pasillo se encendió. Un grupo de personas apareció
en la puerta y se abalanzaron sobre nosotros. La presión se relajó y noté que
un celador me agarraba por la cintura. Otros tres habían separado al doctor
Seagle de mí. Él forcejeaba y gritaba, completamente fuera de sí. Una de las
enfermeras, la que llevaba la jeringuilla, no dudó en clavarla en su brazo. El
doctor soltó un grito, pero poco después dejó de moverse y cayó como un muñeco
sin vida en los brazos de los otros. El celador me dejó tumbada en la cama y se
lo llevaron. El pasillo se llenó de ruido durante unos instantes, pero después
todo se sumió de nuevo en el silencio. La luz se apagó y me quedé sumida de
nuevo en la oscuridad.
Minutos después conseguí volver a respirar con normalidad,
pero el ritmo de los latidos de mi corazón seguía siendo trepidante. Mis manos
continuaban atadas y notaba un fuerte dolor en la cabeza, la cara y el
estómago. Solo oía el fuerte sonido de mi respiración, pero de repente estallé
en sollozos. Gemí y chillé de miedo con las lágrimas corriendo por mi cara,
haciendo surcos en la sangre. Tiré de mi camisón y me froté el cuerpo como
pude, sintiéndome sucia y miserable. Deseando morir. Conseguí ponerme en pie,
tambaleante. Di un par de pasos e hice una nueva mueca de dolor. Miré al suelo
y vi que las gafas del doctor Seagle se habían roto. Continué cojeando y salí
al pasillo.
Deambulé por los corredores como un alma en pena. Algunos
enfermos se asomaron a través de los barrotes de sus puertas. Unos se rieron,
otros se apartaron, asustados como si hubieran visto un fantasma, y la mayoría
me miró sin mostrar sentimiento alguno en sus rostros.
Quería escapar, quería marcharme de allí. Pero sabía que era
inútil, porque la casa estaba cerrada a cal y canto por las noches y los
celadores vigilaban. Mis pasos perdidos acabaron llevándome a la sala del
lectura. Empujé la puerta y me metí dentro. Los grandes ventanales dejaban
entrar la luz de la luna. Caminé hasta llegar a un rincón cubierto por uno de
los sillones. Estaba tan delgada que cabía por detrás y me escondí allí. Seguía
llorando, pero era incapaz de emitir sonido alguno. Me encogí en aquella
esquina, temblorosa y con los ojos abiertos como platos. No podía pensar con
claridad. Solo había dos palabras en mi cabeza y se repetían como el goteo
incesante de un grifo, como un martilleo, como un agónico grito.
“Quiero morir, quiero morir, quiero morir, quiero morir,
quiero morir, quiero morir…”