Juro que encontraré al asesino de mi padre y haré justicia. Lo
juro sobre su tumba y la de todos mis ancestros. No descansaré, no tomaré
esposo ni tendré hijos, no tomaré el trono que es mío por derecho ante los
dioses hasta que el traidor haya sido ajusticiado y pague por sus pecados.
Recordaba perfectamente cada una de
las palabras de aquel juramento pronunciado con lágrimas en los ojos hacía ya
más de una década, cuando no contaba más de esa edad y la rabia y el dolor me
devoraban.
Ahora, en esa fría noche de finales
de marzo, deseaba con todas mis fuerzas tragarme mis palabras.
No había sido capaz de ordenar que lo
encerraran en las mazmorras, a pesar de que era lo que se esperaba de mi. Se lo
debía a David. Había apostado guardias en la puerta de sus aposentos y bajo su
ventana para evitar que huyera, aunque realmente me hubiera gustado que pasase.
Había despedido a los centinelas de
la entrada y les había ordenado esperar al final del pasillo para poder tener
algo de intimidad. Llevaba cerca de una hora allí, con la mano sobre el pomo,
deseando encontrar las fuerzas necesarias para abrir aquella maldita puerta
blanca de molduras doradas.
En un momento el metal desapareció de
entre mis dedos y levanté la cabeza para mirarlo.
-¿Vas a entrar?-me preguntó con voz
suave. Tragué saliva y caminé los tres pasos que cruzaban el umbral. Él cerró a
mi espalda. Seguí avanzando y me dejé caer sobre la cama, agotada. Él tomó
asiento frente a mí, en la silla de su escritorio.
-No lo entiendo, Marco. De verdad que
no lo entiendo…
-No hay nada que entender, Elisa. Fue
hace mucho tiempo.
-Pero… ¿por qué?
-¿De verdad te haría sentir mejor la
respuesta?-lo miré, sorprendida. El cabello oscuro le caía sobre la frente y
tenía los ojos hundidos y la piel más pálida de lo normal. También había rastros
de barba en sus mejillas, lo nunca visto, ya que solía ir perfectamente
arreglado. Marco siempre había sido un don Juan y verlo en aquel estado oprimía
un poco más los trocitos de mi corazón-Y si te dijera…-continuó, en un susurro, con
la mirada perdida en el suelo-. ¿Y si, por ejemplo, te dijera que no era un
buen rey, que estaba arruinando a la gente, que el pueblo no lo quería y que
alguien debía hacer algo? ¿Y si te dijera que no lo hice por iniciativa propia,
que solo cumplía órdenes? ¿Cambiaría eso algo?
-¡Claro que sí!-exclamé, poniéndome
en pie de un salto-. Si alguien te mandó hacerlo debes decírmelo. ¡Eso te
eximiría de toda culpa!
-Por supuesto que no lo haría, Elisa.
Eso no cambia el hecho de que la espada que atravesó su garganta era la mía.
Eso no limpiará mis manos de su sangre. Además, también podría decirte que lo
hice por iniciativa propia, que lo maté porque quise, fuera cual fuera mi
motivación. ¿Entonces qué excusa tendríais para salvar mi vida?
-Estoy segura de que no lo mataste
por motivos egoístas, Marco-afirmé, rotunda, arrodillándome frente a él y
tomando su cara entre mis manos-. Te
conozco desde que tengo uso de razón, sé cómo eres y sé que nunca, jamás harías
algo así sin una razón de peso. Sé que nunca me harías pasar por semejante
dolor a sabiendas.
-Por supuesto que no, mi princesa-me
sonrió, trémulo, besándome la mano-. Siento mucho habértelo ocultado, pero era
demasiado joven y no quería morir.
-Sigues siendo joven. Aun puedes
casarte, tener hijos y vivir feliz.
-No, eso es algo que nunca existirá
para mí. Pero sí está escrito en tu destino y en el de mi hermano.
-¿Por eso te delataste?-susurré, con
el nudo de mi garganta creciendo por momentos.
-David y tu merecéis ser felices y no
podía seguir alargando lo inevitable.
-Marco, yo…-sollocé.
-Shh… Tranquila, preciosa-me consoló, abrazándome con fuerza-. No te
sientas culpable por cumplir con tu deber. El tener un cargo, el tener poder,
siempre conlleva una carga. Si no fueras quien eres y no yo fuera quien soy,
tal vez podrías perdonarme y yo saldría indemne. Pero seguimos siendo quiénes
somos y hemos de mantener nuestros juramentos, sino, ¿qué nos quedaría?
-La libertad de poder decidir.
-Serás una buena reina. Espero que vivas
mucho tiempo, y que la era de prosperidad que vendrá contigo se prolongue
durante generaciones.
-¿Cómo seré una buena reina si no soy
capaz de mostrar misericordia?
-No se trata de misericordia, mi
princesa. Se trata de honor, de cumplir la palabra dada. Si no muero, tus
súbditos creerán que no cumplirás las promesas que les hagas, no confiarán en
ti y necesitas desesperadamente que lo hagan, porque tu poder reside en ellos.
El pueblo te hace ser quien eres, no un estúpido derecho divino. Jamás lo
olvides.
-¿Entonces no hay otra posibilidad?
¿No hay forma de evitar esto?
-Mi destino lo sellé con sangre hace
mucho tiempo, pero puedes evitar situaciones similares en el futuro. Cuida tus
palabras, Elisa, porque son el instrumento más poderoso que existe. Ni las
armas, ni la rabia, ni el dolor o el amor. Tan solo la inteligencia y las
palabras bien empleadas.
Me incorporé lentamente, destrozada.
No quería mirarlo, no podía mirarlo sabiendo que moriría por mi error. Por su
error. Ni siquiera sabía muy bien quién era el culpable.
Me dirigí hacia la puerta y la abrí.
Era mucho más fácil salir que entrar.
-Vendrán a recogerte al alba.
-Te veré allí. Ojalá no tuvieras que
estar presente.
-Ojalá tu tampoco tuvieras que
estarlo.
Llovía. Los nubarrones grises cubrían
el cielo. Había sido un cambio repentino del tiempo, ninguno esperábamos esas
inclemencias y los toldos tuvieron que ser montados sobre la marcha, aunque los
asientos ya estaban mojados para entonces. Hacía frío y la incomodidad se
fundía con el tenso silencio que nos rodeaba. David apretaba mi mano bajo la
capa mientras esperábamos bajo una cornisa a que llegaran los miembros del
jurado. Su pulgar acariciaba el dorso de mi mano suavemente.
-No me odies, por favor…-le supliqué. Las palabras
salieron de mis labios antes de que pudiera tragármelas. Él alzó mi barbilla
para mirarme a los ojos. Tenía el pelo mojado a pesar de que llevábamos capa y
sus ojos estaban tristes, pero me sonrió con dulzura.
-No podría hacerlo aunque quisiera.
Lo que va a pasar hoy no es culpa tuya, no pienses eso. Marco… hizo lo que hizo y ya está.
Debe pagar por ello, por muy doloroso que resulte. Tengo tantas ganas de que se
salve como tú, pero ambos sabemos…-se le quebró la voz y cerró los ojos, agónico. Me pegué a él y lo
abracé. Él me respondió estrechándome con fuerza entre sus brazos. Nos miramos
un momento y me besó con lentitud y firmeza. Luego posó su frente en la mía y
nos quedamos así durante los dioses saben cuánto tiempo.
Los miembros del jurado, formado por
representantes de los tres estamentos, fueron llegando poco a poco a la hora
indicada. Todos tenían un aspecto un poco sucio y demacrado, nada que ver con la
magnificencia que mostraban normalmente. La pompa les había sido arrebatada por
el agua que caía, indolente.
Aquellos que formaban el consejo de
la reina también tomaron asiento y no pude evitar fijarme en la silla vacía,
justo a mi lado, correspondiente a Marco. Pronto tendría que elegir a otro que
ocupara su posición.
Solo quedábamos David y yo por
colocarnos. Nos adelantamos agarrados de la mano. Sabía que no era
políticamente correcto, pero necesitaba su apoyo o me derrumbaría por completo.
Dejé que un criado me quitara la capa cuando estuve bajo el toldo y ante todos
apareció mi vestido, de un color blanco inmaculado. La gente me miró con
asombro, pero también vi aprobación y leves sonrisas de apoyo. El blanco era el
color del luto, no apropiado cuando yo era la que firmaría la sentencia de
muerte, pero perfectamente acorde con las circunstancias y el lazo que nos
unía. David también vestía un jubón y calzas del mismo color.
Tomamos asiento, él a mi derecha, y
poco después trajeron al acusado. David me apretó la mano bajo la mesa y yo
respondí a su gesto. Ojalá pudiera abrazarme en este momento.
Marco nos miró un momento y sonrió débilmente.
La lluvia le corría por el rostro y le empapaba la ropa. Incluso con tan mal
aspecto, no lo abandonaba aquella seguridad, aquella elegancia que siempre lo
había caracterizado. Casi no podía respirar por el dolor que sentía en el pecho.
El juicio fue rápido, Marco aceptó
los cargos y no intentó defenderse o inculpar a otra persona. La sentencia fue
la esperada. Ahora me tocaba determinar a mí de qué forma se llevaría a cabo.
Me levanté, rodeé la mesa que se
extendía frente a mí y me acerqué hasta Marco. Saqué un frasquito y lo puse
entre ambos. Él me miró y sonrió mientras colocaba su mano alrededor de la mía,
rodeando el recipiente de cristal. Nos quedamos así un momento y entonces me
derrumbé.
Las lágrimas afloraron a mis ojos
como hacía días que no lo hacían y lloré, lloré sobre su hombro durante largo
rato, más fuerte de lo que nunca había llorado. Él me abrazó, consolándome con
tantas otras veces había hecho. Besó mi pelo mojado y acarició mi espalda.
-No quiero que mueras…-susurré en su oído, con el
hilo de voz que me quedaba.
-No siempre podemos obtener lo que
queremos, mi princesa-me respondió, en el mismo tono. Me besó en la frente y me
miró a los ojos. Me pareció ver lágrimas en ellos, pero la lluvia era tan
fuerte que no supe si era eso o las gotas de agua que rodaban por su cara.
No lo solté mientras abría el frasco
y se lo llevaba a los labios. Apreté sus brazos con más fuerza cuando bebió. No
respiré durante los dos segundos que tardaron en fallarle las piernas y lo sujeté
contra mi cuerpo cuando cayó de rodillas al suelo,
-Él… te… quería…-musitó, con la voz ahogada y los ojos muy abiertos, mirándome con
fijeza. Tuve que esforzarme para oírlo.
-Por supuesto que lo hacía, era mi
padre-respondí, perdida ante sus palabras.
-No… de esa… forma…
Y expiró.
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