lunes, 12 de diciembre de 2011

Muñequito de papel

Sé que estáis deseando saber el final de tonta enamorada, pero este pequeño cuento se me ocurrió el otro día y creo que se merece el puesto como entrada número 50 de este blog. Espero que os guste, va dedicado a todos esos pequeños muñequitos indefinidos que hay por el mundo :)


Erase una vez un muñequito de papel. Era pequeño y blanco, tenía una redonda cabeza y piernas y brazos largos y picudos. Alguien, no sabía quién, lo había recortado, pero no se había molestado en pintarle unos ojos, una nariz o una boca. Tampoco una camisita y un pantalón. Ni siquiera sabía si era Él o Ella. Solo era un muñeco andrógino y perdido.
Decidido a buscar un buen lápiz o un rotulador y una mano que lo empuñara, se puso a caminar. Pero su camino no fue fácil.
Cuando iba a saltar de la mesa, una ráfaga de viento se lo llevó de la habitación y lo hizo volar por encima de los tejados de las casas. El muñeco sintió miedo, pero también una radiante sensación de libertad. Aunque todo terminó cuando una brisa juguetona se interpuso en su camino, desgarrando uno de sus bracitos de papel. El muñequito se asustó muchísimo y quiso bajar al suelo, pero no podía. Estaba atrapado en medio del cielo.
Cuando pensaba que nunca lo conseguiría, chocó contra algo. El hombre lo cogió con rudeza y el muñequito quiso gritar, pidiéndole ayuda, pero antes de que pudiera decir algo, hicieron con él una pelotita y lo lanzaron al suelo de nuevo. El muñeco se sentía dolorido y ultrajado. No podía moverse y su cuerpo estaba destrozado.
Pasó mucho tiempo junto a aquel cubo de basura, comprimido sobre sí mismo. Lloraba y lloraba y con cada nueva lágrima su cuerpo se arrugaba un poquito más, haciéndose más blando y débil.
Cuando creía que se desintegraría, sintió una suave caricia en su superficie mutilada. Una mano pequeña, tan frágil como él mismo, lo tomó con delicadeza. Aún tuvo que esperar un poco más, pero cuando lo colocaron sobre la mesa y comenzaron a desenredarlo con cuidado, pudo notar que todo iba mucho mejor. Volvieron a recomponerlo e incluso le pusieron una nueva piernecita de papel allí donde había perdido la anterior en el brutal ataque.
Por último, la niña cogió un lápiz azul y pintó sus rasgos y su ropa. Lo pegó en un folio en el que había muchos árboles, una casita preciosa y un sol brillante. Allí no había vientos furiosos ni manos aprisionadoras. Tan solo una calidez pura y sencilla que planchó sus arrugas e hizo aumentar su recién estrenada sonrisa.  


No hay comentarios:

Publicar un comentario