Éste está basado en la canción "Dos cigarros y una estampa" de Lorca, concretamente de su último disco, La Frecuencia Perfecta. Conseguidlo, no tiene desperdicio.
Seis
meses después todo seguía igual. Bueno, todo no. Yo no.
Me
acerqué a la barra y le pedí una cerveza al viejo camarero. No me reconoció, y
eso que me había llevado años tirado sobre el cristal de las ensaladillas.
Coloqué un euro sobre la mesa y lo cogió más rápido que una serpiente de
cascabel.
Di
un trago y repasé las vetas de la oscura madera con los dedos. La oscuridad era
la misma, pero me faltaba el humo del tabaco. Ese que le daba el olor
característico a los bares de mala muerte, el único lugar del mundo en el que
me encontraba a gusto.
Solo
echaba de menos una cosa. Sus ojos. Y esa sonrisa de diablesa en su cara de
niña buena.
En
la radio comenzó a sonar una de sus canciones favoritas. Esbocé una media
sonrisa, irónico, y me acabé el vaso de un trago. Pedí otro automáticamente,
perdido en mis recuerdos.
Ella
solo tenía diecinueve años cuando la vi por primera vez en aquel lugar. Casi no
podía tenerme en pie, pero no sé cómo llegué esa tarde al bar y comencé con mi
ronda habitual. Por aquel entonces hacía cualquier cosa por escapar de mi
asquerosa vida en la que, por cierto, me había metido yo solito.
Ella
había entrado con su aire de Disney a comprar un paquete de tabaco. Recuerdo
que pensé que un ser tan bonito no debía mancillar su cuerpo con algo tan
mundano. Se colocó a mi lado en la barra y su aroma me despejó la cabeza de
golpe. El colocón se me bajó en un parpadeo y pude observarla con más atención.
Se dio cuenta de que la miraba y, cuando tuvo el paquete en su mano, lo abrió y
sacó un cigarro. Se lo colocó en los labios, mirándome con una ceja enarcada.
Saqué el mechero y se lo encendí. No podía apartar la vista de sus ojos
traviesos. Le dio una calada y me puso el cigarrillo en los labios. Después se
largó.
De
la noche a la mañana empecé a verla todos los días. Ella ya estaba siempre
sentada en uno de los rincones, en un taburete alto junto a la barra. Y siempre
estaba distinta. Un día llevaba un libro, otro no paraba de teclear en el móvil
a velocidad supersónica. A veces iba tan tapada como una monja y otras hubiera
sido la envidia de cualquier mujer de la calle. Unos días bebía café, otros
cerveza y llegué a verla incluso con un vaso de agua. Y siempre un paquete de
cigarros a su lado.
Al
principio fue el juego de miradas, hasta que en uno de mis días sobrios decidí
acercarme y sentarme a su lado. No me acuerdo de su nombre. Lo cierto era que
me interesaba más el movimiento de sus labios, el sonido de su voz y la forma
que tenía de moverse que lo que me decía en sí. Pero había momentos en los que
me sorprendía. Me sorprendía su locura infantil, sus sueños y esperanzas. Yo
había dejado de tener de eso hacía mucho.
Lo
cierto es que con sus comentarios inocentes me hizo replantearme muchas cosas.
Pero ninguno de aquellos pensamientos duraba demasiado. Mis vicios eran
demasiados y mi alma estaba demasiado carcomida. El diablo me tenía demasiado bien
agarrado como para dejarme ir sin consecuencias.
La última
vez que la había visto había sido la noche en la que había estado a punto de
morir. Supongo que fue una mezcla de todo. Nunca llegué a saberlo con
seguridad, aunque tampoco es que me lo preguntara demasiado. No me acordaba de
gran cosa, todo sea dicho.
Algo me había hecho tocar fondo. No recordaba el qué. En ese momento estaba bastante borracho y aquel suceso fue como darme de bruces contra la realidad. He de alegar en mi defensa que en esos momentos no me hacía falta mucho para hundirme en la miseria. La mierda me llegaba al cuello y esa noche me ahogó.
Algo me había hecho tocar fondo. No recordaba el qué. En ese momento estaba bastante borracho y aquel suceso fue como darme de bruces contra la realidad. He de alegar en mi defensa que en esos momentos no me hacía falta mucho para hundirme en la miseria. La mierda me llegaba al cuello y esa noche me ahogó.
Por
suerte ella estaba allí para hacerme de salvavidas. Recuerdo haberme despertado
en el hospital un momento y ver sus ojos. ¿Había lágrimas en ellos? Puede que
más bien estuvieran en los míos. Esa niña me rompía el alma. Sacaba lo mejor y
lo peor de mí. ¿Cómo coño lo hacía?
Seis
meses de desintoxicación después, allí estaba de nuevo. En el primer paso de
aquel círculo vicioso.
Se
me había acabado la cerveza de nuevo. Miré un rato como la espuma se deslizaba
hacia el fondo y pedí un vaso de agua. Reí para mis adentros. Algo tenía que
haber aprendido de todo ese tiempo.
-Disculpe,
señorita, pero aquí no se puede fumar.
Antes
de que el viejo hablara yo ya había captado el olor a tabaco. Tenía el olfato
de un perro de presa para esas cosas. Solo había una persona capaz de actuar
con aquel descaro.
Miré
por encima del hombro y la vi acercarse a la barra, a mi lado. Ese tiempo de
descanso le había dado el empujón definitivo. Era toda una mujer. Completamente
distinta, pero la misma sonrisa. El mismo brillo en los ojos que me paraba el
corazón y me estremecía el alma.
Se
quitó el cigarro de los labios y me lo tendió. Le di una calda y, cuando lo
aparté, se agachó sobre mí y me besó en la boca.
La
acerqué a mí cogiéndola por la cintura. En ese momento dejaron de importarme
muchas cosas. Dejaron de importarme mis débiles esperanzas, mi promesa de ser
un niño bueno, los diez años que le llevaba y la razón de mi cara a cara con la
muerte. Lo había recordado de golpe al verla. Pero ya me importaba una mierda.
Solo
me importaban sus labios y su lengua atormentadora. La boca que me había tenido
en vilo desde que había puesto los ojos en ella. Todo me importaba una mierda.
Porque
una vez que se alcanza el objetivo, todo el camino recorrido se borra de golpe.
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