miércoles, 25 de enero de 2012

La barra del bar

Sorry, pero no puedo controlarme más. Aquí tenéis un nuevo relato corto, a ver qué os parece. Tengo un par más que iré colgando en los próximos días. ¡Disfrutadlos!
Éste está basado en la canción "Dos cigarros y una estampa" de Lorca, concretamente de su último disco, La Frecuencia Perfecta. Conseguidlo, no tiene desperdicio.


Seis meses después todo seguía igual. Bueno, todo no. Yo no.
Me acerqué a la barra y le pedí una cerveza al viejo camarero. No me reconoció, y eso que me había llevado años tirado sobre el cristal de las ensaladillas. Coloqué un euro sobre la mesa y lo cogió más rápido que una serpiente de cascabel.
Di un trago y repasé las vetas de la oscura madera con los dedos. La oscuridad era la misma, pero me faltaba el humo del tabaco. Ese que le daba el olor característico a los bares de mala muerte, el único lugar del mundo en el que me encontraba a gusto. 
Solo echaba de menos una cosa. Sus ojos. Y esa sonrisa de diablesa en su cara de niña buena.
En la radio comenzó a sonar una de sus canciones favoritas. Esbocé una media sonrisa, irónico, y me acabé el vaso de un trago. Pedí otro automáticamente, perdido en mis recuerdos.
Ella solo tenía diecinueve años cuando la vi por primera vez en aquel lugar. Casi no podía tenerme en pie, pero no sé cómo llegué esa tarde al bar y comencé con mi ronda habitual. Por aquel entonces hacía cualquier cosa por escapar de mi asquerosa vida en la que, por cierto, me había metido yo solito.
Ella había entrado con su aire de Disney a comprar un paquete de tabaco. Recuerdo que pensé que un ser tan bonito no debía mancillar su cuerpo con algo tan mundano. Se colocó a mi lado en la barra y su aroma me despejó la cabeza de golpe. El colocón se me bajó en un parpadeo y pude observarla con más atención. Se dio cuenta de que la miraba y, cuando tuvo el paquete en su mano, lo abrió y sacó un cigarro. Se lo colocó en los labios, mirándome con una ceja enarcada. Saqué el mechero y se lo encendí. No podía apartar la vista de sus ojos traviesos. Le dio una calada y me puso el cigarrillo en los labios. Después se largó.
De la noche a la mañana empecé a verla todos los días. Ella ya estaba siempre sentada en uno de los rincones, en un taburete alto junto a la barra. Y siempre estaba distinta. Un día llevaba un libro, otro no paraba de teclear en el móvil a velocidad supersónica. A veces iba tan tapada como una monja y otras hubiera sido la envidia de cualquier mujer de la calle. Unos días bebía café, otros cerveza y llegué a verla incluso con un vaso de agua. Y siempre un paquete de cigarros a su lado.
Al principio fue el juego de miradas, hasta que en uno de mis días sobrios decidí acercarme y sentarme a su lado. No me acuerdo de su nombre. Lo cierto era que me interesaba más el movimiento de sus labios, el sonido de su voz y la forma que tenía de moverse que lo que me decía en sí. Pero había momentos en los que me sorprendía. Me sorprendía su locura infantil, sus sueños y esperanzas. Yo había dejado de tener de eso hacía mucho.
Lo cierto es que con sus comentarios inocentes me hizo replantearme muchas cosas. Pero ninguno de aquellos pensamientos duraba demasiado. Mis vicios eran demasiados y mi alma estaba demasiado carcomida. El diablo me tenía demasiado bien agarrado como para dejarme ir sin consecuencias.
La última vez que la había visto había sido la noche en la que había estado a punto de morir. Supongo que fue una mezcla de todo. Nunca llegué a saberlo con seguridad, aunque tampoco es que me lo preguntara demasiado. No me acordaba de gran cosa, todo sea dicho.
Algo me había hecho tocar fondo. No recordaba el qué. En ese momento estaba bastante borracho y aquel suceso fue como darme de bruces contra la realidad. He de alegar en mi defensa que en esos momentos no me hacía falta mucho para hundirme en la miseria. La mierda me llegaba al cuello y esa noche me ahogó.
Por suerte ella estaba allí para hacerme de salvavidas. Recuerdo haberme despertado en el hospital un momento y ver sus ojos. ¿Había lágrimas en ellos? Puede que más bien estuvieran en los míos. Esa niña me rompía el alma. Sacaba lo mejor y lo peor de mí. ¿Cómo coño lo hacía?
Seis meses de desintoxicación después, allí estaba de nuevo. En el primer paso de aquel círculo vicioso.
Se me había acabado la cerveza de nuevo. Miré un rato como la espuma se deslizaba hacia el fondo y pedí un vaso de agua. Reí para mis adentros. Algo tenía que haber aprendido de todo ese tiempo.
-Disculpe, señorita, pero aquí no se puede fumar.
Antes de que el viejo hablara yo ya había captado el olor a tabaco. Tenía el olfato de un perro de presa para esas cosas. Solo había una persona capaz de actuar con aquel descaro.
Miré por encima del hombro y la vi acercarse a la barra, a mi lado. Ese tiempo de descanso le había dado el empujón definitivo. Era toda una mujer. Completamente distinta, pero la misma sonrisa. El mismo brillo en los ojos que me paraba el corazón y me estremecía el alma.
Se quitó el cigarro de los labios y me lo tendió. Le di una calda y, cuando lo aparté, se agachó sobre mí y me besó en la boca.
La acerqué a mí cogiéndola por la cintura. En ese momento dejaron de importarme muchas cosas. Dejaron de importarme mis débiles esperanzas, mi promesa de ser un niño bueno, los diez años que le llevaba y la razón de mi cara a cara con la muerte. Lo había recordado de golpe al verla. Pero ya me importaba una mierda.
Solo me importaban sus labios y su lengua atormentadora. La boca que me había tenido en vilo desde que había puesto los ojos en ella. Todo me importaba una mierda.
Porque una vez que se alcanza el objetivo, todo el camino recorrido se borra de golpe. 

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