lunes, 30 de enero de 2012

Manicomio

Bueno, aquí tenéis un pequeño fragmento de lo que espero será una historia más grande. Está basado en un sueño que tuve hace unos días, lo escribí casi sobre la marcha, así que perdonad si hay incorrecciones en el texto. Siento no pararme a corregirlo, pero lo cierto es que ahora mismo no tengo ganas ni fuerzas-sad smile-. Solo espero que lo disfrutéis y que no os parezca demasiado duro. Un saludo a todos.


El efecto del sedante pareció remitir un poco. Estaba tirada en la cama, incapaz de moverme, incapaz de abrir los ojos. Casi no tenía fuerzas para respirar. Estaba tumbada de lado y un brazo me oprimía el pecho lo suficiente como para dificultar su movimiento. Me sentía débil y sabía que, si intentaba moverme, me marearía hasta límites insospechados.
El pasillo estaba completamente en silencio por una vez. En los otros era habitual que algún enfermo se levantara, diera golpes o hablara en sueños. Pero en este no. Aquí todos se mantenían bajo los efectos de la droga la mayor parte del tiempo. Volver otra vez allí era… Era…
De repente, dejé de oír hasta mi propia respiración. La contuve, porque un susurro en el pasillo llegó a mis oídos a través de la calma de la noche. Pude reconocerlo. Eran iguales que aquella vez.
Pasos. Tranquilos, completamente medidos. Acechantes. Como los de los depredadores cuando cazaban. Y se acercaban cada vez más. Mi corazón se aceleró y me ahogué un poco más, esta vez de angustia. Abrí los ojos y escudriñé frenéticamente la vacía habitación, la puerta cerrada. El miedo había dejado un grito atascado en mi garganta y me impedía hablar.
Lo vi aparecer recortado en el umbral. No era más que una sombra, pero su presencia me recordó todo lo terrorífico de mi existencia, mis temores en su estado más puro.
-No, por favor… Por favor…
La figura se acercó hasta la cama. Me encogí sobre mí misma, queriendo alejarme de su alcance, pero mi espalda ya estaba pegada a la pared. Se sentó sobre la cama y el colchón se hundió bajo su peso. Alargó una mano y gemí, haciéndome un poco más pequeña. Sus dedos me acariciaron el pelo y comencé a rezar.
-Shhh… Tranquila, no voy a hacerte daño-todo mi ser deseaba creerlo. Deseaba olvidarse de aquel miedo. Sentía que si me tensaba un poco más acabaría estallando en pedazos. Su mano era suave en mi pelo y mi mente estaba bloqueada. Llegada a un punto de no retorno, sus palabras apagaron el interruptor y me dejé llevar por aquella caricia. A lo mejor me había equivocado. A lo mejor era un celador preocupado por mí. A lo mejor Michael había venido a salvarme…
-Eres tan hermosa…-me tensé de nuevo. Esa voz no era la de Michael. Ese hombre nunca había ido en son de paz. Su mano ya no me tranquilizaba. Quería que dejara de tocarme. ¡Deja de tocarme!-No debería existir algo tan hermoso como tú… Incitas al pecado… El pecado no debería existir, y tú.. ¡No eres más que una prueba que el Todopoderoso ha colocado ante mí! Y la carne es débil, palomita, muy débil. Somos humanos, pobres humanos, que necesitan cubrir sus necesidades… Yo soy humano, pero tú… Tú no lo eres. Solo eres un objeto. Un bello objeto deseando ser usado…
Su voz era tan tranquila, tan serena… Estaba tan convencido de que lo estaba haciendo bien que me aterraba aún más. El doctor Seagle era un hombre tranquilo, flemático, pero aquel tono… Yo era la encerrada en aquel horroroso lugar. Yo era la enferma, pero él había sido contagiado tras años trabajando en aquel edificio.
Y aunque sabía todo aquello, no pude evitar que el flujo de sus palabras hicieran mella en mi mente. Lo creí sin poder evitarlo. Tenía que tener razón. Yo no era nada… No podía ser nada. No podía ser importante. Si había Alguien allí arriba, yo no era más que una mota de polvo a sus pies, porque si no… No había nada que justificara aquel dolor, aquel miedo, aquella angustia y soledad si realmente Alguien velaba por mí.
Cuando me di cuenta su mano se había deslizado desde mi pelo a mi pie. Ascendía por mi pierna como una culebra y recordé, súbitamente, una de mis primeras noches allí. Cuando tuve aquel sueño tan extraño… Aquel sueño mezclado con realidad. Aquel sueño de un hombre en mi habitación mientras yo no podía moverme. Y entonces me di cuenta de lo que había pasado. Eso no había sido un sueño. Y el doctor Seagle pretendía hacer lo mismo.
Su mano llegó a mi muslo cuando encontré la fuerza suficiente como para moverme.
-¡No!-exclamé, con voz estrangulada. Me revolví y le di una patada. Supuse que le había dado en el estómago porque se dobló por la mitad y tosió. Yo me arrastré por la cama hasta la almohada y los barrotes del cabecero. Iba recobrando mis fuerzas poco a poco y mi voz iba alzándose también. Grité pidiendo ayuda. 
-Maldita retrasada…-escupió él, cogiéndome los tobillos. Tiró de mí y me tumbó de nuevo. Yo chillaba y me revolvía, intentando golpearlo. Se tiró sobre mí, impidiéndome que me moviera. Me abrió las piernas con las rodillas. Tenía todo su peso sobre mí y no podía mover los brazos. Metió una mano entre mis piernas y yo chillé de dolor. Empecé a llorar y a gritar más fuerte.
-¡MICHAEL!-mi voz fue un alarido agudo. La angustia me estallaba en el pecho y estaba ahogándome en mis propias lágrimas. Su otra mano me cogió la cara, apretándomela con fuerza. Intentó que dejara la cabeza quieta mientras se bajaba la cremallera del pantalón. Yo chillaba cada vez más fuerte. ¡¿Es que no había nadie que pudiera ayudarme?! ¡¿Dónde estaba Michael?! ¡¿Dónde estaba el señor Huntington?! ¡¿Y el resto de celadores?! ¡¿Y LOS ENFERMOS?!
-Grita cuanto quieras, pequeña furcia. Nadie va a oírte. Y Michael no está aquí para salvarte esta vez. ¡Eres mía!
Noté su miembro entre mis piernas y di un alarido de dolor y miedo.
-¡Socorro! ¡Ayudadme!
Intentó besarme y mordí su boca. Intentó apartarse de mí, me golpeó con fuerza, pero solo consiguió que apretara más los dientes, como un perro de presa. Pero me dio un puñetazo en la cabeza y caí al suelo desde la cama, golpeándome con fuerza. Perdí la consciencia un momento y todo se puso borroso. Los oídos me pitaban y me dolía la cabeza terriblemente. Algo pegajoso corría por mi mejilla.
Un par de manos tiraron de mí agarrándome por el cuello del camisón para volver a lanzarme contra el suelo un instante después. Gemí por el golpe y volví a hacerlo cuando me dio una patada en el estómago. Escupí un diente mezclando con sangre, a medias suya y a medias mía.
-¡Voy a matarte!-aulló. Sus manos se cerraron alrededor de mi cuello y el flujo de aire se cortó casi instantáneamente. Boqueé y arañé sus manos, intentando que me soltara. Pero era imposible.
Había visto a gente en ese estado antes. Algunos enfermos llegaban a esos extremos a veces. Entonces lo reducían, porque no había forma de razonar con ellos, y los sedaban para llevárselos a la sala de los electrodos. Cuando volvía a verlos ya se habían calmado y volvían a ser inofensivos, pero yo no volvía a fiarme nunca de ellos. Eran como bombas de relojería. Nunca se sabía cuando iban a estallar.
Volvía a perder el hilo de mis pensamientos y mis ojos se nublaban cuando la luz del pasillo se encendió. Un grupo de personas apareció en la puerta y se abalanzaron sobre nosotros. La presión se relajó y noté que un celador me agarraba por la cintura. Otros tres habían separado al doctor Seagle de mí. Él forcejeaba y gritaba, completamente fuera de sí. Una de las enfermeras, la que llevaba la jeringuilla, no dudó en clavarla en su brazo. El doctor soltó un grito, pero poco después dejó de moverse y cayó como un muñeco sin vida en los brazos de los otros. El celador me dejó tumbada en la cama y se lo llevaron. El pasillo se llenó de ruido durante unos instantes, pero después todo se sumió de nuevo en el silencio. La luz se apagó y me quedé sumida de nuevo en la oscuridad.
Minutos después conseguí volver a respirar con normalidad, pero el ritmo de los latidos de mi corazón seguía siendo trepidante. Mis manos continuaban atadas y notaba un fuerte dolor en la cabeza, la cara y el estómago. Solo oía el fuerte sonido de mi respiración, pero de repente estallé en sollozos. Gemí y chillé de miedo con las lágrimas corriendo por mi cara, haciendo surcos en la sangre. Tiré de mi camisón y me froté el cuerpo como pude, sintiéndome sucia y miserable. Deseando morir. Conseguí ponerme en pie, tambaleante. Di un par de pasos e hice una nueva mueca de dolor. Miré al suelo y vi que las gafas del doctor Seagle se habían roto. Continué cojeando y salí al pasillo.
Deambulé por los corredores como un alma en pena. Algunos enfermos se asomaron a través de los barrotes de sus puertas. Unos se rieron, otros se apartaron, asustados como si hubieran visto un fantasma, y la mayoría me miró sin mostrar sentimiento alguno en sus rostros.
Quería escapar, quería marcharme de allí. Pero sabía que era inútil, porque la casa estaba cerrada a cal y canto por las noches y los celadores vigilaban. Mis pasos perdidos acabaron llevándome a la sala del lectura. Empujé la puerta y me metí dentro. Los grandes ventanales dejaban entrar la luz de la luna. Caminé hasta llegar a un rincón cubierto por uno de los sillones. Estaba tan delgada que cabía por detrás y me escondí allí. Seguía llorando, pero era incapaz de emitir sonido alguno. Me encogí en aquella esquina, temblorosa y con los ojos abiertos como platos. No podía pensar con claridad. Solo había dos palabras en mi cabeza y se repetían como el goteo incesante de un grifo, como un martilleo, como un agónico grito.
“Quiero morir, quiero morir, quiero morir, quiero morir, quiero morir, quiero morir…”



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