domingo, 19 de junio de 2011

Relación autodestructiva

Me encontraba de nuevo perdida en medio de la ciudad. Había vuelto a quedarme sola y con el corazón roto. Las lágrimas querían salir y conseguía mantenerme serena a duras penas. Estaba en medio de aquel puente. Llovía a raudales. Sentía el agua caer sobre mi cuerpo y el viento me golpeaba con fuerza. La ropa y el pelo se me adherían a la piel. Me quedé quieta un rato mirando el río, cómo se formaban las ondas en su superficie.
Estaba cansada. Terriblemente cansada de caer una y otra vez. Me sentía tremendamente estúpida y dolorosamente traicionada por haber confiado en él. Creía que sería diferente esta vez, pero de nuevo me había equivocado. Aunque no podía decirse que estuviera sorprendida. Tan solo se trataba de otro hombre idiota, insensible, inmaduro y más superficial de lo que nunca hubiera pensado que sería.
Lo peor era que, esta vez, sí que me había enamorado. Hasta el tuétano. Sin billete de vuelta. Era horroroso saber que era como una sentencia de muerte.
En esos momentos era la última persona a la quería ver, pero sabía que, irremediablemente, volvería a caer en la trampa. No era la primera vez ni sería la última. Era lo que tenía el amor. Mi corazón había sido asesinado por sus manos frías y sus labios de piedra. Me había clavado una estaca en todo el centro. Igual que una condenada flecha de Cupido, pero treinta veces peor. Él era como Jesucristo, capaz de enviarme para siempre al infierno con su indiferencia o de resucitarme con su sonrisa.
Lo amaba con cada fibra de mi cuerpo, con toda mi alma. No podía soportar estar allí, lejos de él. Era como si nos atara un fino lazo, invisible e irrompible.
Lo único que me consolaba, aunque fuera poco y muy en el fondo, era saber que él sentía lo mismo. Aunque fingiera indiferencia. Aunque no me prestara atención y dijera que no le importaba. Aunque besara a cientos de chicas, yo sabía que seguiría volviendo a mí como un perro perdido y apaleado. Con cientos de disculpas en sus suaves y mentirosos labios. Con una noche de dulce y salvaje sexo que me convencería del todo. Con una cena a la suave luz de las velas y unas rosas.
Hacía tiempo que había desistido en mis esfuerzos por resistirme a su poder. Era incapaz de controlarme. También había dejado de intentar retenerlo a mi lado. Era tan inalcanzable como el sol y yo no era más que una florecilla que necesitaba su calor intermitente para sobrevivir.
Había aprendido a aceptar su forma de ser, conmigo y con los demás. Tan solo porque, a diferencia de las otras, siempre regresaba a mí.
Pero que lo supiera no significaba que dejara de torturarme su a ratos indolencia. Era como puñaladas en mi cuerpo que nunca se curaban del todo antes de que hubiera nuevas heridas.
Con el pecho abierto como una flor sangrante dejé el puente y eché a andar hacia casa. Era un largo camino, pero no me importaba hacerlo a pie a pesar de la lluvia. La sentía purificadora, refrescante. Tal vez consiguiera arrastrar de mi mente los recuerdos y sentimientos dolorosos.
Abrí la puerta con dedos temblorosos tras sacar las llaves del bolsillo de mis vaqueros. Tenía muchísimo frío. En cuanto cerré la puerta me empecé a desnudar. La casa estaba agradablemente cálida en comparación con el exterior.
Cogí el albornoz del baño y me cubrí con él. Eso estaba mejor. Fui a pasar a la salita, pero me detuve en la entrada tan repentinamente como si me hubiera caído un rayo.
Sobre la mesa unas velas y una rosa roja… Otra vez. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario